jueves, 28 de mayo de 2009

Sin caldo gordo

En el Pasaje Dardo Rocha unos 300 ancianos de distintos centros de la tercera edad se reunieron para demostrar algún talento. Algunos me conmovieron susurrando alguna milonga sureña o bailando con elegancia a pesar de las curvaturas que el tiempo talló en sus espaldas. Otros fueron patéticos, pero seguro que también eran así de jóvenes, lo importante que todos se dieron el gusto porque ahora tienen tiempo y prefieren invertirlo en arte. Cuando uno les pregunta a quién van a votar o si les gustaría militar en algún partido político, cambian la serenidad por un rostro austero.
-Queeee? si son todos unos chantas, unos ladrones!
Eso resume lo que sienten muchos.
En una nota para el diario EL DIA tuve que charlar con estudiantes universitarios para ver si adherían a la propuesta de anotarse para ser autoridades de mesa el día de las elecciones. La mayoría dijo que no, "gracias por la más que interesante idea, pero no," afirmaron con contundencia.
Argumentos, muchos. Uno dijo que todo es parte de un gran circo en el que lo que menos se garantiza es la transparencia y que prefiere participar de organizaciones más pequeñas en las que todos se ven la cara y se conocen. Una estudiante de Medicina me contó que había sido vicepresidente de mesa en una oportunidad y que el ambiente político la había espantado.
Los dos extremos de la vida no quieren participar, no le quieren hacer el caldo gordo. Los que por edad estamos a medio camino, no tenemos tiempo y también cedemos terreno. Crisis, la otra cara de la crisis.

viernes, 15 de mayo de 2009

Pobre y gorda

En el tiempo que dura una luz roja, la vi de espaldas. Era enorme y llevaba su limpiavidrios en la mano, casi como quien lleva un arma, sólo que en su cara no había amenaza, sólo el rictus de la amargura. Yo siempre los miro, hago como que no, pero los miro. Es como el juego de pasar del otro lado, pero estar en la butaca del auto como si estuviera en el cine, sin embargo en este reality el personaje está muy cerca.
Pobre y gorda, pensé. En ese instante se dio vuelta. El automovilista seguramente le habrá contestado que no tenía monedas para darle, que no le limpiara el vidrio, que la próxima...
Con mucho disimulo se tocó un ojo y luego el otro. Se apoyó en un auto estacionado y miró la nada.
Lloraba. La pobre y gorda, lloraba. La sentí mi hija, pese a tener pocos años menos que yo. Más que darle plata sentí el deseo de pedirle que no llorara, pero eso era sólo una prepotencia mía. Luz verde. El auto aceleró para estacionarse en la puerta del diario. Bajé a escribir mi nota, que no hablaba de la tristeza de la gorda pobre. No es literatura.